
Sin embargo, he leído lo suficiente para percibir, aunque no logre explicarlo, cuando un autor procura desviarse de las rutas habituales y conocidas en la literatura. Es encomiable que un escritor explore nuevos métodos, procedimientos, lenguajes.
Creo que Emiliano Monge, del que no había leído nada, lo intentó con extraordinarios resultados. “No contar todo” había generado ruido, comentarios y reseñas positivas, recomendaciones en las redes sociales, y, obviamente, me provocó leerlo. Además, trataba sobre uno de mis temas preferidos: el de la paternidad, muy entrañable para mí, huérfano de padre y de hijas ausentes.
“No contar todo” encaja en los géneros de la autoficción, o en la no ficción. Cuenta la historia de tres generaciones de Monge: el abuelo, Carlos Monge McKey, el padre Carlos Monge Sánchez y supongo, la del autor, Emiliano Monge. Una Saga de Monge a través del tiempo.
En teoría, el autor nos podría contar la historia en primera persona. Pero no, no le pareció adecuado usar un recurso tan trillado, por lo que ahí se torció el rabo el marrano, y explotó mi cerebro. No entendía quién era el narrador: ¿el padre, al contarle al hijo? ¿el propio autor, pero en tercera persona, como si Emiliano fuera un extraño? ¿el abuelo, a través de sus diarios? ¿Los tres?
Extravagantes tiempos verbales, artefactos literarios quizá novedosos, pero extraños a un lector como el que les escribe, me traían literalmente desequilibrado, subrayando, trazando líneas de tiempo y árboles genealógicos, y eso que apenas llevaba un poco menos de la mitad del libro.
Pero me armé de paciencia; estamos encerrados, pensé, en cuarentena, así que cálmate y no abandones la lectura, no eres Messi para andar de berrinchudo porque no se hacen las cosas como quieres, esperas y acostumbras. Respira hondo y continúa, no pueden estar equivocados tantos críticos que leíste en el lejano 2019, cuando éramos felices sin saberlo.
Quizá el que su abuelo haya fingido su muerte bajo la carga de unos cartuchos de dinamita, para huir lejos de la familia; o que también su padre los haya abandonado, al abuelo, abuela y tíos, para largarse a la sierra guerrerense y unirse al grupo guerrillero de Genaro Vázquez, para más tarde, casarse con su madre, y terminar también abandonándola junto a sus hijos, tentó a Emiliano Monge a hacérnosla difícil, en una especie de venganza ante tanto abandono, para probarnos, para medir nuestra lealtad a su literatura.
La paciencia rinde frutos. Para cuando Emiliano nos narra las historias sobre las infructuosas esperas del arribo de su padre en la sala de llegadas del aeropuerto Benito Juárez, ya estaba bien encarrilado en la novela.
A partir de ahí, dejé que la historia de los Monge fluyera, contara quién sea que la contara, que las locuras, las excentricidades, las rarezas e incongruencias del abuelo y del padre son entretenidas e históricas: el surgimiento del tráfico de drogas y de las guerrillas urbanas, dos épocas en la historia del siglo XX mexicano.
Ya no solté la novela. Caí rendido y asombrado ante la desmesura de las historias de los Monge. Verdaderas o falsas, las anécdotas que desmenuza el autor, las diferentes versiones/visiones de los Monge sobre sus vidas, los períodos y sucesos históricos que abarcan, las escapadas del trío Monge, las cadenas de mentiras con que las cubren y justifican, lograron que la lectura de “No contar todo” se convirtiera en una retadora, pero a la vez deslumbrante experiencia como lector.