Cuando se anunciaron los nombres de los ganadores del Premio Nobel de Literatura 2018 y 2019, Olga Tokarczuc y Peter Handke, volví a reconocer mis enormes lagunas como lector; a Olga ni siquiera la ubicaba en este mundo, y del austriaco Handke, tenía recuerdos muy vagos de haber leído algo sobre él, aunque estaba seguro que no había leído nada escrito por el vituperado autor.
Como aún no logro hacerme de algún libro de Olga -no los he visto en mis correrías literarias- y los de Peter ya se encuentran a la mano, en diciembre me inicié en su literatura con un título que me atrajo por sus resonancias futboleras; “El miedo del portero al penalti”, que simplemente, la verdad, de bote pronto, lo abominé, lo odié y me prometí no volver a tocar un libro del Nobel 2019.
Más pronto cae un hablador que un cojo. Metido en la lectura de libros sobre el duelo que provoca la pérdida de un ser querido, me enteré que Handke había escrito “Desgracia improbable”, donde profundiza en su memoria para ordenar los recuerdos sobre su madre, fallecida pocas semanas antes de iniciar la escritura, por una sobredosis de narcóticos.
“Desgracia improbable” es autoficción; una parte verdad, la otra, imaginación del autor, puesta en juego para construir la historia, y reconozco que la prosa, la mirada atenta, la minuciosidad para describir pequeños detalles, su modo de contar sus “recuerdos”, me subyugaron. El marcador se igualaba a uno. Se me abrían oportunidades para conocer mejor al Nobel.
La lectura de “El chino del dolor” fue compleja. Creo que nunca había rayado tanto una novela. El libro, publicado por Alfaguara, quedó todo señalado y lleno de anotaciones. Leía, subrayaba, reflexionaba, escribía; la frase que más me llegaba a la cabeza era: ¿qué fregados estoy leyendo? No me rendí, primero, por necio; segundo, porque era una novela corta de apenas 124 páginas; y tercero, porque la prosa de Handke es hermosa, poética, descriptiva.
La novela se divide en tres partes y un epílogo. “El observador es distraído” está lleno de imágenes formadas por palabras, que forman frases, pero sin una historia aparente, hasta que el protagonista, Andreas Loser, que además es el narrador, nos platica como revolcó a un desconocido en la calle. La segunda parte, “El observador interviene”, nos narra como, camino a un juego de cartas, Andreas se topa con un nazi que anda pintarrajeando las paredes con la cruz gamada, y en un impulso -inesperado para el lector-, decide apedrearlo, con graves consecuencias, para después, dirigirse a la casa donde tiene lugar la jugada, en la cual lanza una pregunta, que produce una atractiva narración a varias voces. En “El observador busca testigo”, Loser, atribulado por la culpa, mantiene un encuentro sexual con una mujer, que le hace ver y sentir que su cuerpo y su mente irradian descontento. Después se encuentra con un amigo, que le ofrece el mismo diagnóstico, por lo que va a buscar a su hijo para contarle todo, buscando desahogo. El epílogo es, de nuevo, palabras, frases, imágenes. Prosa bella, concienzuda, meticulosa, reflexiva, que deja tu mente flotar, vagando por un mundo quimérico, narcótico.
Se resume más o menos fácil, pero la lectura de “El chino del dolor” no lo fue. Mi temprana y arriesgada conclusión es que Peter Handke no es lectura para todos, ni todos los momentos son adecuados para leerlo. Tengo que aprender. Disfruté su prosa, me dejé llevar por las palabras; admiré el detalle de sus descripciones; pero batallé para discernir donde estaba la historia que contaba, escondida detrás de palabras, de frases, que construían imágenes, pero que me escondían el relato. No sé si habrá más Peter Handke en mi futuro. Por ahí tengo más de sus libros. Veremos.