
Iréne Nèmirovsky (1903-1942) alcanzó muy joven el reconocimiento como una de las mejores autoras de Francia. En 1929, con la publicación de su primera novela “David Golder”, inició una brillante carrera literaria, que terminó prematura y trágicamente cuando fue deportada a Auschwitz y asesinada junto con su marido. Sobrevivieron sus dos hijas, que sesenta años después, encontraron, en una maleta que perteneció a su madre, el manuscrito de “Suite francesa”.
La narrativa detrás de la publicación de “El ardor de la sangre”, resulta igual de atractiva: hasta hace relativamente poco tiempo, la familia de Irène solo poseía una parte del relato “El ardor de la sangre”. En 2005, se encontró la segunda parte en los archivos franceses del centro del INEM (Instituto de Memorias de la Edición Contemporánea). Escrito en Issy-L’évêque en 1941, pertenece al legado póstumo de la escritora y su publicación se recibió con el mismo alboroto que “Suite francesa” por el mercado editorial.
“El ardor en la sangre” es una pequeña novela -158 páginas en mi edición-, narrada en voz de Silvio, un sexagenario sin mujer ni descendencia, quien después de haber recorrido medio mundo dilapidando su fortuna, regresa a su terruño a observar, analizar, reflexionar y contarnos lo que le ocurre a sus familiares y vecinos, habitantes de una pequeña aldea en los bosques de la campiña francesa, donde parece no pasar nada.
Y mientras no ocurría nada, salvo bodas y reuniones de familia, nos deleitábamos con Silvio, que igual que nos describía la belleza de los paisajes de su entorno y sus cambios estacionales, nos cautivaba con sus reflexiones sobre legados, herencias, trabajo, pasiones juveniles… la comedia humana: “Las personas mienten, pero las flores, los libros, los retratos, las lámparas, la suave patina que el uso deposita en todos los objetos, son más sinceros que los rostros”.
Y en esas andábamos hasta que, un presunto accidente, terminó con la vida de Jean Dorin, el joven marido de Colette, hija de Hélène, prima de Silvio, y esa muerte, vino a rasgar levemente la supuesta monotonía de la vida de la aldea; pasó un tiempo; de nuevo, parecía no ocurrir nada que turbara la atmósfera aburrida del poblado, hasta que los chismes y murmuraciones de los aldeanos llegaron a los oídos de François Érard, el padre de Colette y marido de Hélène.
Y cuando lo que parecían ser chismes pueblerinos, se transformaron, en boca de un testigo, en presuntos hechos delictivos, la amenaza de François Érard de presentar una denuncia por la muerte de su yerno, hizo estallar en un millón de pedazos la dura corteza que resguardaba una sucesión de secretos, de oscuras historias familiares, que por conveniencia de todos, permanecían ocultas.
“El ardor de la sangre” es una sorpresa. Lo que parecía una novela intimista, que transmitía una cómoda serenidad, se transformó con un estallido, en una historia de romances pasionales, provocados por la sangre ardiente que corre por las venas de los jóvenes, que la misma Irène interpreta como “ a la travesía de la juventud por el océano de la vida, a las ansias de vivir…”.
Por ahí leí que “El ardor en la sangre” no es una de las mejores obras de la Némirovsky. No lo sé, no soy experto en su obra; pero si sé que esta nouvelle de la aclamada Irène, me encantó, fascinó, cautivó, sorprendió y además, me alegró de haberla elegido como mi última lectura de este 2021, porque ahora sí, querida amiga, estimado amigo: ya con esta, me despido. ¡Te leo!