
Las rutas que nos conducen a la lectura de un libro son múltiples: de boca en boca, reseñas, fidelidad al autor, a la editorial o al género; curiosidad por algún tema, en fin, faltaría espacio para mencionarlas. La novela de Julian Barnes me saltó hace unas semanas, al terminar de leer la novela de Junichiro Tanizaki, “Diario de un viejo loco”, cuando se me ocurrió googlear “novelas sobre la vejez”, y en la lista de babelio.com, “El sentido de un final”, apareció en el octavo lugar del listado.
Confieso que me ganó la referencia de Babelio, por la supuesta temática -a pocas semanas de cumplir 65, el tema de la vejez lo tengo presente- y por ello adquirí y me di a la lectura de “El sentido de un final”.
Julian Barnes (Leicester, 1946), está considerado una de las mayores revelaciones de la narrativa inglesa de las últimas décadas. Autor de 17 novelas, 4 libros de relatos y 8 de No Ficción, ha sido multi premiado, y con “El sentido de un final” fue galardonado con el Premio Man Booker 2011.
A Barnes, solo le había leído, en el 2017, su novela “El ruido del tiempo”, una reconstrucción de la vida de un músico ruso en la época de Stalin, y en el 2020, un texto corto, “La perdida de profundidad”, contenida en el título “Niveles de vida”, un recuento de sus aflicciones de viudo.
En la lectura de “El sentido de un final”, lo primero que me caló, fue su estilo; mientras avanzaba con la lectura, pensaba: “caray, si fuera escritor, me gustaría escribir como él”, y creo que ese anhelo, intensamente percibido durante la lectura, explica el placer que me proporcionó la novela: prosa elegante, sutil, viva; estructura precisa, clara, simple y flexible.
Lo segundo, fue que no era una novela sobre la vejez: la historia que nos cuenta Antonio -Tony- Webster, un sexagenario jubilado, sobre sus recuerdos de juventud, que parte de una anécdota: una pequeña herencia -500 libras y un diario- que le legó la madre de una ex novia, de quien no tenía noticias desde que terminaron su relación, 40 años atrás, lo lleva a teorizar, y reflexionar sobre lo que le sucede a la memoria, como la manipulamos y la ajustamos a conveniencia.
Lo que inició como una determinación -necedad, diría yo- para conseguir los diarios -en manos de Verónica, su ex- que le habían legado, “se había transformado en algo mucho más amplio, algo que afectaba a mi vida entera, al tiempo y a la memoria. Y al deseo”. Eran los diarios de Adrián Finn, el cuarto de lo que era el “apretado trío” de amigos que cursaban los últimos meses del colegio.
En la primera parte de la novela, Tony Webster rememora cómo él y su pandilla conocieron a Adrian Finn en el instituto, y prometieron ser amigos para toda la vida, promesa incumplida, por las circunstancias que son comunes en las amistades que se forjan durante la niñez y la adolescencia. Adrián, el más serio e inteligente de los cuatro, muy joven, en sus primeros 20’s, toma su vida en sus manos, dejando a los tres amigos, azorados y confundidos, intentando analizar las aristas y resquicios de la decisión de Adrián.
En la segunda parte, Tony, reflexiona el camino tomaron cada uno de los tres sobrevivientes, mientras se plantea, ante la negativa de Verónica de entregarlos, la forma de hacerse de los diarios de su amigo. Es la insensata lucha que emprende por hacerse de los enigmáticos diarios de Adrián, la que lo lleva a tratar de explicarse la historia de su vida, asimilando a base de pensar, que los recuerdos más fiables son los que no has pensado, y que, de golpe, regresan.
La vida, ¿es la que vivimos, la que contamos o la que recordamos? “El sentido de un final” no resultó una novela sobre la vejez, sino sobre la inconsistencia de la memoria, su fragilidad para reflejar la realidad. Literatura de verdad, que te identifica con sus personajes, sus anhelos, sus indecisiones, sus contradicciones y perplejidades ante la fiabilidad de sus recuerdos, que te la recomiendo sin dudarlo. ¡Te leo!