
Estoy atascado. No encuentro salida.
La tarea del máster me pide un relato y, como reflejo, en automático, pensé en llamar a Alex Romano, mi viejo detective exluchador, ese personaje que he usado tantas veces para esconderme detrás de él. Pero, justo antes de teclear su nombre, algo dentro de mí se resistió. Romano es mi refugio, mi máscara. Con él puedo escribir sin ensuciarme, sin exponerme demasiado. Y de pronto, esa comodidad me pareció una trampa.
El incendio empezó con un libro, no con la fecha de entrega. Estaba leyendo “Ese imbécil va a escribir una novela”, de Millás, cuando me di cuenta de que el único relato que me interesaba ahora no ocurría en una calle oscura ni en un gimnasio abandonado, sino aquí: entre esta silla y la pantalla. Millás me puso frente a un espejo incómodo. Al leer sobre ese imbécil que intenta escribir, entendí que yo también lo era, escondido tras mi personaje de siempre, disfrazado de lo que no soy: un escritor seguro.
Y entonces me alcanzó la palabra maldita: autoficción. Me persigue desde aquel curso donde todos parecíamos más angustiados que creativos. Ahí descubrí que muchas de las novelas que había amado eran eso: autoficción. Knausgård, por ejemplo. Devoré “Mi lucha” convencido de que leía una vida real, sin filtros. Luego me dijeron que era ficción, y el suelo se me movió. ¿Hasta qué punto hay que mentir para decir la verdad?
Así que he decidido dejar fuera a Romano. Esta vez el relato soy yo, el viejo estudiante que escribe a deshoras, tratando de entender un género que parece desnudarlo todo. No sé si eso me hace valiente o solo otro imbécil literario, pero al menos esta vez me siento al borde de algo auténtico.
A veces pienso que estudiar a esta edad es un acto de fe, una manera de desafiar la cronología. No lo hago por los créditos ni por el título: lo hago para seguir sintiéndome en camino. A los veinte uno estudia para abrirse paso; a los sesenta, para no cerrarse del todo. Y, sin embargo, la sensación es la misma: esa mezcla de vértigo y humildad ante lo que aún no se sabe.
El cuerpo también estudia, pienso. En la mañana entreno, en la tarde leo, a veces, escribo. Ambas cosas me dejan exhausto y, al mismo tiempo, vivo. Quizás escribir y nadar tengan más en común de lo que creo: en ambos se avanza solo, midiendo la respiración, sabiendo que el ritmo lo es todo. Llevaba este pulso en mi bitácora de entrenamiento —en mi blog El Último Ironman— y ahora lo llevo al papel. La búsqueda de la resistencia, la de la natación, el ciclismo y la carrera, es la misma que ahora le pido a la palabra. Mi jubilación se ha convertido en una disciplina de doble turno: la resistencia física y la resistencia intelectual.
La verdad es que no llegué aquí por un simple título. Llevo la carga (y el placer) de tres maestrías a mis espaldas, y ahora mismo, mientras me debato en esta, curso un Diplomado en Literatura Latinoamericana del Siglo XX en otra plataforma universitaria. Vine por el maldito vicio, por la curiosidad inextinguible, por ese deseo de aprender y conocer nuevos universos que solo la lectura ofrece. Esta es, de hecho, mi forma de planear el retiro: mañanas de entrenamiento físico y tardes consagradas a la lectura y a esta escritura.
¿De dónde viene esta compulsión? Como todos los lectores procaces cuyas historias he conocido, recuerdo que a los tres años ya leía. Cuando años más tarde le preguntaba a mi madre quién o cómo me había enseñado, decía que siempre estaba «preguntando», señalando letras: ¡Qué dice! En fin, a los cuatro ya estaba en primero de primaria, cuando la edad de ingreso en esa época era a los seis. Siempre forzando la cronología, siempre saltando el guion. El mundo me pidió esperar, y yo me negué.
Los hitos de mi vida no son ascensos ni títulos, son libros y lugares que ya no existen: Quizá el principio de todo fue una edición infantil de “Las mil y una noches” que mi abuelo me llevó a elegir como regalo de cumpleaños número cuatro a una librería sobre la Calzada Madero. O “El Principito”, leído en estado febril en la clínica del Seguro Social a principios de los sesenta, ese edificio Art Déco en Hidalgo con Garibaldi, donde la impaciencia de la larga espera se suavizaba con la ternura de los secretos de El zorro. Y luego “Corazón”, de Amicis, el inolvidable y entrañable primer libro que leí como tal, completo, a los seis años. Mi vida no es una trama, es un índice de lecturas anómalas ¿Acaso mi primera biblioteca no fue esa clínica, ese rincón donde el yo enfermo se refugiaba en las páginas? Quizá por eso, cuando intento escribir, no busco inventar mundos, sino ordenar el que me formó: ese universo de páginas que me enseñó a leer antes que a hablar.
Si es una excusa para hablar conmigo mismo, tengo que ser brutalmente honesto. Miro la pantalla y me pregunto si no soy Bartleby, el escribiente, pero al revés. Yo no me niego a escribir; me niego a ser escritor, a ser escribiente. Mi acto de escribir es una prolongación de mi lectura. Escribo sobre lo que leo para ver si entiendo lo que leo. Para eso estudié Escritura Creativa y ahora estudio Creación y Apreciación Literaria: para profundizar en mis lecturas, para ir más allá de la superficie de las palabras. Mi «preferiría no hacerlo» va dirigido a Alex Romano y a todas las tramas que no me tocan, a todas las máscaras que no me sirven. Y, sin embargo, mi inmovilidad frente a esta página en blanco, mi resistencia a empezar, es la manifestación más pura de ese escribiente que se detiene. Si Freud tiene razón, mi «vicio» es solo una sublimación de mis fantasías no cumplidas. ¿Qué fantasía intento sublimar? No la de ser escritor; sino la de controlar la narrativa de la vida. El Ironman, las maestrías, la covacha… todo es un intento de imponer un orden, un guion, a la única trama que siempre se nos escapa: la propia vida.
Miro la ventana. La luz del sol molesta. Pero a mi derecha, en el muro, se alza la épica que busco: el cuadro del maestro Javier Sánchez con las montañas de Monterrey —las que veía a diario durante mis entrenamientos en La Huasteca. Esas cimas son la promesa de la aventura y el desafío. Y yo, aquí sentado, intento que la narrativa sea igual de abrupta y honesta que ese paisaje.
A mi alrededor, el territorio donde intento escribir lo he convertido en una especie de covacha intelectual. Pienso en Bachelard, en sus estudios sobre La poética del espacio, y entiendo por qué la he nombrado así. No es solo un cuchitril despectivo; es mi rincón, el lugar donde la inmensidad se vuelve íntima. A mis espaldas, el librero de piso a techo es mi gran argumento metafísico, la acumulación de todos los universos que he intentado habitar. Aquí dentro, entre los objetos apilados, la imaginación se condensa. El caos de los recuerdos, las fotos y el café frío sobre la mesa no es desorden, sino memoria concentrada. En la covacha, mi secreter es mi cofre de secretos, y los libros son su tesoro. A mi izquierda, la mesa de ensayos sobre literatura y teoría me recuerda que esta tarea debe ser una actividad de aprendizaje sumativa, no una simple ocurrencia. Sobre el escritorio se apilan algunos de los libros del curso —Caminos a la autoficción, El pacto ambiguo, El autor a escena, Mundos (casi) imposibles, una compilación sobre Autoficción de Ana Casas— como si formaran un muro protector. No los abro: me basta su presencia. Me reconforta verlos ahí, testigos de esta soledad domesticada, de este rincón donde las palabras aún parecen posibles.
Es curioso estudiar sin oír voces. No hay pasillos, ni salones, ni compañeros que se quejen del café o de las tareas. Solo una plataforma virtual donde los mensajes llegan en silencio, como botellas arrojadas al mar. A veces me pregunto cómo llegué aquí, a esta maestría que curso desde una habitación verde, en San Pedro, rodeado de libros, recuerdos, cuadros y pantallas. En la universidad, las clases se llaman “foros” y los debates ocurren en hilos interminables donde las frases se congelan. Nadie interrumpe, nadie sonríe, nadie duda en voz alta. Pero hay una forma extraña de cercanía en esa distancia: una maestra que me escribe “Hola, Humberto” con paciencia de relojera, compañeros que comparten textos desde distintas ciudades, y esa sensación de que, aunque escribimos solos, alguien —en alguna parte— nos está leyendo.
A veces me pregunto si esta maestría existe fuera de la pantalla. Si las voces de mis compañeros tienen cuerpo o si todos somos avatares, fragmentos de texto flotando en la nube. Me consuela imaginar que, mientras escribo esto, alguien del otro lado lee mis palabras en una sala iluminada por la misma luz azul. La maestra no tiene rostro, pero tiene nombre. Y paciencia, mucha paciencia, para conmigo, que le atiborro su buzón con dudas, quejas y propuestas. A veces imagino su expresión al leerme, quizá divertida, quizá exasperada. Sin conocerla, ya la estimo: es una presencia constante, una voz escrita que me acompaña en esta travesía académica a distancia.
Cuando el cursor parpadea en la pantalla, siento que la educación en línea es también una metáfora de la escritura: ambos requieren fe. Fe en que el mensaje llegará, en que del otro lado habrá alguien dispuesto a entenderlo. Fe en que este esfuerzo íntimo, silencioso, invisible, sirva para algo más que cumplir una tarea.
La autenticidad, claro, es un campo minado. Si Knausgård necesitó seis tomos para despiezar su vida, ¿por dónde empiezo yo, aquí sentado? Mi lucha es apenas escribir una frase sin borrarla al instante. Miro mis libros. Hojeo y cierro “El pacto ambiguo”. No estoy para Alberca. El café, que hace una hora simbolizaba mi determinación, ahora es una masa tibia y amarga en una taza sucia. Me pregunto qué debería sacrificar primero: ¿una anécdota, una mentira, un pedazo de mi pudor? Un espejo no solo te devuelve tu cara; también te enseña lo que hay detrás.
Y detrás de mí —al menos en esta historia— hay una esposa imaginaria que cocina en silencio, sin saber que su marido, el escribiente, está a punto de convertirla en personaje. La vergüenza es saber que, para alcanzar una verdad, a veces hay que mentir con precisión o decir la verdad exacta, que es casi peor. Claro que no tengo esposa, pero la invento. La necesito para recordarme que toda ficción, incluso la más íntima, requiere un otro, una sombra que nos devuelva sentido. Eso es lo que entendí leyendo a Millás: la realidad solo se sostiene cuando la manipulas un poco.
Quizás toda esta escritura no sea más que una excusa para hablar conmigo mismo. Lo que escribo aquí no es verdad, pero se le parece. Como cuando uno se mira al espejo y acomoda el gesto para reconocerse. A veces imagino que la autoficción es eso: un espejo ligeramente empañado donde el reflejo se desdibuja lo justo para volverse soportable. En el fondo, nadie quiere verse del todo nítido. Tal vez de eso se trate todo: de seguir luchando, no contra el tiempo ni contra la página en blanco, sino contra la tentación de rendirse. La educación, la escritura, el entrenamiento, son apenas formas distintas de insistir en estar vivos.
Abro un nuevo documento. El café está frío. La tensión es una calentura que sube por la nuca. Un comienzo terrible, banal. No importa. Nadie empieza la vida siendo brillante; se empieza balbuceando. Pero la literatura exige un gesto, una decisión. La mía, hoy, es mirar esa taza y esperar a ver si el texto, de una vez por todas, me traga entero.
Mi esposa —la inventada— sigue cocinando.
Yo sigo aquí.
Y mi lucha, la más pequeña y verdadera, acaba de empezar.