
Llevo años leyendo a Javier Cercas con la mezcla de admiración, exigencia y confianza que se reserva a los autores que han acompañado una parte de nuestra vida lectora. Por eso mi desencuentro con “Terra Alta” —novela por la cual cambió de editorial para recibir el Planeta 2019— me desconcertó tanto, y por eso también viví “Independencia” y “El castillo de Barbazul”, cierre de su trilogía policiaca, como una reconciliación necesaria, casi un restablecimiento del pacto entre escritor y lector. Llegado “El loco de Dios en el fin del mundo”, pensé que esa armonía se sostendría; sin embargo, desde muy temprano empecé a percibir una serie de grietas —repeticiones, ensimismamientos, simplificaciones— que me alejaron una y otra vez de la lectura, hasta convertir el libro en un trayecto interrumpido.
Nunca había publicado —hasta ahora— una crítica abiertamente negativa a mis lecturas. Pero la ambición de la premisa y el prestigio de la firma obligan a dejar constancia del desencuentro. Más aún cuando llevaba meses atascado, abandonando y retomando este relato —crónica, ensayo, biografía, autobiografía y, por momentos, novela sin ficción; un verdadero “batiburrillo de géneros”, como lo definió El País— sin lograr terminarlo, para finalmente volver a dejarlo, justo antes de ver cómo periódicos influyentes —el propio El País entre ellos— lo encumbraban como uno de los títulos del año.
Y a pesar de que abandoné la lectura la primera semana de agosto (la inicié en mayo), me pongo a contarte esta historia porque, en lugar de hacerme dudar de mi criterio o gusto, esa celebración casi unánime agudizó una sensación extraña: la de estar saliéndome de clase, como escolapio rebelde que ya no puede seguir asintiendo con la cabeza ante los dictados de un maestro al que, poco a poco, se le va perdiendo paciencia y respeto.
A partir de aquí, me interesa explicar por qué este “artefacto literario valiente”, elogiado por su cercanía, su humor y su supuesto poder para acercar la fe y la espiritualidad al lector común, me parece al mismo tiempo un libro reiterativo, egocéntrico y, en no pocos pasajes, superficial respecto al enorme potencial de la experiencia que narra. Y que conste: no estoy peleado con el tema —la fe, el Papa, la vida eterna— ni con la mezcla de géneros en sí; me harté de cómo Cercas se coloca a sí mismo en el centro de la escena cuando el material —el viaje, el Papa, los “locos de Dios”, Mongolia— podría haber dado para algo mucho más grande que su propio yo.
Vengo de aquella gran literatura de Cercas, la que miraba hacia afuera: el intento frustrado de golpe de Estado, la guerra, el impostor, los soldados, la memoria política. Y con “El loco de Dios en el fin del mundo” me encuentro con un autor que desaprovecha todo el aparato del Vaticano y del Papa para convertirlo en un simple decorado de un narrador que monopoliza el relato. Un Cercas que insiste demasiado en aclarar su desacuerdo con la Iglesia, su laicismo y su falta de fe; una reiteración innecesaria que fastidia y que, sobre todo, entorpece la posible profundidad filosófica del libro. El resultado es un texto que, por momentos, se vuelve superficial e incluso frívolo al simplificar dilemas teológicos y existenciales como si fuera indispensable masticarlos para el lector, poniendo en duda —o ¿insultando?— la inteligencia de quienes lo leen.
Y hago una pausa aquí. El libro me llegó, por esas cosas de la vida, apenas unos días después del fallecimiento del Papa Francisco. Empecé la lectura en un modo particularmente receptivo y, de hecho, avancé con muy buen ritmo hasta que la comitiva papal arribó a Mongolia. A partir de ahí comenzó mi desencuentro. No logro identificar del todo las razones, porque en un principio me resultó atractivo conocer la vida de los misioneros en esos apartados lugares; sin embargo, el relato empezó a perder tensión entre repeticiones, diálogos forzados, divagaciones sobre tolerancia religiosa y comunismo, explicaciones doctrinales y personajes sin relieve. Todo ello terminó por dispersar el foco narrativo y, poco a poco, opacar la admiración que en un inicio me habían provocado los propios misioneros.
El caso es que, después de que El País publicó su lista de los mejores libros de 2025 —donde ubicó a “El loco de Dios en el fin del mundo” en el primer sitio— me sentí, de muchas maneras, obligado a continuar con la lectura que había abandonado en agosto, creyendo que, al final, Cercas había logrado ese encuentro privado con el Papa. Porque si no lo sabías, deja te lo cuento: el Vaticano contactó a Cercas con una propuesta insólita, viajar con el papa Francisco a un país budista con apenas mil quinientos católicos y escribir un libro sobre ello. Cercas, ateo y anticlerical autoproclamado, lo vio como un reto literario extremo, alineado con su “género” de no ficción interrogativa, pese al “marrón” ideológico. Y, según el propio autor, aceptó el encargo por una motivación profundamente personal: formularle directamente al Papa la pregunta sobre la vida eterna que su madre, católica devota, le hacía tras la muerte de su padre: quería saber si volvería a verlo después de morir.
Esa razón, ese recuerdo familiar —“mi madre viva y mi padre muerto, ambos católicos a machamartillo”—, esa oportunidad única para confrontar su ateísmo con la máxima autoridad espiritual y llevarle la respuesta literal a su madre, Cercas la repite y la repite durante gran parte del libro: como mantra, como obsesión monomaníaca, o como lo llamó El País, “obstinación desaforada”. El resultado es una saturación que cansa a lectores como yo. En fin, te decía que regresé a la lectura creyendo que me había perdido de una respuesta papal capaz de sorprender al mundo y, de paso, demostrarme que yo era el lector que no había sabido estar a la altura. Pero no: no fue por ahí. No te puedo contar el final. No puedo decirte si Cercas logró al fin reunirse con el Santo Padre para interrogarlo sobre su fe en la resurrección de la carne, y mucho menos compartirte —si es que la hubo— la respuesta obtenida.
No sé cómo te vayas a tomar estas palabras. Es más, no sé si te va a interesar leerlas. Pero sí quiero decirte algo: si amas a Cercas, si te interesa la espiritualidad laica, si disfrutas la crónica de viaje, si quieres saber más sobre la vida del papa Francisco, si eres un creyente abierto, si te intriga la “Iglesia de los pobres”, el diálogo interreligioso o la tensión entre razón occidental y experiencia misionera, no te dejes llevar por mi desencuentro. Intenta leer “El loco de Dios en el fin del mundo” por tu cuenta.
El libro se lee —con calma y paciencia— y ofrece momentos de verdadera reflexión sobre la resurrección, la vida eterna y otros dilemas existenciales. Como crónica, permite asomarse a los entresijos del Vaticano y al funcionamiento de quienes acompañan y sostienen la agenda del Pontífice. El área de comunicación vaticana, por ejemplo, me voló la cabeza: jamás la habría imaginado así.
Y no, no voy a despotricar contra el “género Cercas”. Siempre he admirado esa originalidad híbrida que lo distingue; ese “batiburrillo de géneros” del que hace gala y que, aquí también, fluye —a veces a tropezones— pero avanza.
Lo que cuento es solo la experiencia de un lector que, tras años de admiración, se topó con un libro que no logró persuadirlo. Quizá este libro no era para mí, no en este momento. Pero la literatura, como la fe, tiene sus misterios: cada lector encuentra su propia epifanía. Quizá a ti te ocurra lo contrario. Ojalá así sea: pocas cosas alegran más que cuando un autor al que queremos nos vuelve a deslumbrar. Y no te olvides: ¡Te leo!