Aunque Padura siempre nos mostró la Cuba dura, contradictoria y herida en la que vive, yo solía leerlo con una chispa de esperanza. En sus novelas anteriores, por muy ásperas que fueran, el pesimismo social quedaba siempre redimido por la intuición de que algo —una amistad inquebrantable, una memoria incorruptible o un gesto decente— funcionaba como un salvavidas moral contra la derrota nacional. Era una visión crítica, sí, pero aún anclada en la posibilidad de la resistencia humana.

Esta vez no. “Morir en la arena” apaga esa luz. La llegada de Geni, enfermo y terminal, no ofrece catarsis, sino la constatación de que no hay redención posible para los personajes ni para su entorno. La novela abandona cualquier atisbo de romanticismo o nostalgia, mostrando a una Cuba de viejos que esperan morirse y jóvenes que esperan irse, donde la frustración se ha transformado en un resentimiento corrosivo y en una forma de violencia moral.

En “Morir en la arena”, el autor cubano nos sumerge en una espera cruel: la del jubilado Rodolfo, cuya vida ha estado siempre marcada por el trauma de la Guerra de Angola y, sobre todo, por el asesinato de su padre a manos de su propio hermano, Geni, apodado Caballo Loco. Durante unos cuantos días, mientras espera la excarcelación de Geni para que este pueda morir en casa, Rodolfo revive medio siglo de heridas, silencios y pactos familiares rotos que han carcomido a una familia que, como Cuba misma, vive atrapada entre la culpa, la memoria y la imposibilidad del perdón.

Padura encierra a sus personajes en una casa que podría ser también la isla: un espacio caliente, saturado de recuerdos y ruina, donde el pasado pesa más que cualquier promesa de futuro. En ese ambiente claustrofóbico, los silencios valen más que las palabras, y la rutina cotidiana se convierte en una forma de resistencia muda. No ocurre gran cosa en lo externo: nadie huye, nadie mata, nadie se reconcilia. Pero por dentro todo se mueve: resentimientos, culpas, frustraciones, heridas que se abren una vez más.

Rodolfo es un personaje introspectivo, profundamente dañado, que sobrevive cargando frustraciones, pérdidas y desencanto. Su perfil está definido por el trauma, la soledad, el anhelo nunca cumplido y un apego doloroso al pasado, que lo empuja a una existencia donde la resistencia cotidiana es la marca principal, más allá del heroísmo o la rebelión. En él, Padura condensa el espíritu de una generación entera: la que creyó, esperó y terminó viviendo entre la nostalgia y el silencio. Rodolfo no busca justicia ni sentido, solo una manera de seguir respirando en medio del derrumbe. Es, quizá, el último testigo no muy lúcido de una Cuba que se quedó sin ilusiones.

En torno a Rodolfo orbitan personajes que amplían el mapa moral y generacional de la novela. Raymundo Fumero, novelista publicado, funciona como la conciencia lúcida del relato. Nora, la esposa de Geni, encarna la mezcla de fidelidad y ternura reprimida: es el amor que pudo ser y no fue. Humbertico, santero y empresario próspero e indiferente a la nostalgia, simboliza la Cuba que aprendió a sobrevivir sin épica. Y Aitana, la hija de Rodolfo de visita desde España, introduce la distancia de quien mira el país con desafecto, pero sin culpa. Juntos conforman un coro donde cada relación fallida y cada afecto contenido repite la misma verdad: en Morir en la arena, nadie escapa indemne.

Padura, en esta ocasión, opta por una prosa precisa y fría, casi notarial, que se abstiene de adornos retóricos. Su lucidez es sin paliativos: muestra el mecanismo que convierte a las víctimas en verdugos y a los verdugos en víctimas dentro de un sistema enfermo. Es una narrativa honesta que no busca explicaciones psicológicas, sino que observa cómo la podredumbre se hereda y se enquista en el corazón de la familia cubana.

Tengo una afinidad entrañable con Leonardo Padura (La Habana, 1955, Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015), que no nace solo de las horas felices que he pasado entre sus libros. Lo admiro como escritor, pero también por la manera en que ha vivido su ciudadanía cubana: con decencia, dignidad y una lealtad que no se confunde con sumisión. Por eso “Morir en la arena” duele tanto. Porque siento que la Cuba que Padura lleva décadas narrando —la que resistía con ironía, con amistad, con amor a la vida— aquí se apaga. Es la novela de un país agotado y de un escritor que parece escribir desde el borde de su propia esperanza.

“Morir en la arena” no ofrece consuelo. Leerlo produce tristeza, no por lo que narra, sino por lo que deja de creer. Te leo!