Una decisión sobre mi biblioteca me convirtió en un esclavo de las listas. A principios del siglo XXI, por primera ocasión, me puse a reflexionar seriamente sobre la calidad de mi biblioteca. La teoría dice que una buena biblioteca, más allá de la acumulación de libros, debe tener un hilo conductor: los temas, autores o épocas que revelan la historia interior de quien la formó. Es un mapa de intereses, obsesiones y descubrimientos personales.

Las bibliotecas valiosas combinan núcleos sólidos (por ejemplo, mis áreas de especialización o pasión: literatura contemporánea, política, historia cultural) con ramas inesperadas: poesía, ciencia, arte, filosofía. En las mejores bibliotecas privadas se percibe un ojo exigente: no todo lo publicado entra. Se privilegia la edición cuidada, la traducción de calidad, los autores que perduran. Incluso cuando hay libros populares, su presencia responde a un motivo, a un diálogo con el resto.

Creo que fue alrededor de 2003, coincidiendo con mi etapa de librero, cuando, al pasar la vista por mis libreros, caí en cuenta de que, entre varios defectos, y aunque mi biblioteca cubría una amplia temática, no podía presumir de un tema central. Después de unos días —o semanas— de reflexión, decidí que mi biblioteca debía contener, al menos, las mejores novelas editadas y publicadas En Español por primera vez en el siglo XXI. Era un buen arranque.

Desde entonces, las listas de “los mejores…” se convirtieron en mi brújula y condena. Cada fin de año iniciaba mi recorrido por medios de comunicación, blogs literarios y revistas culturales que compartían mis gustos y criterios, convencido de que en ellas encontraría el mapa de mi propio gusto. Fue así como mi biblioteca ha crecido, acumulando títulos recomendados que, como ocurre a la mayoría de los lectores voraces, terminan en espera, como viajeros varados en una estación lejana.

Y mira qué cuento tan largo, solo para decirte que fue precisamente una de esas listas —la de “El País” 2020— la que me llevó a comprar *Voyager*, de Nona Fernández, libro que dormía desde esos años en mis estantes. Lo tomé una noche de la semana pasada sin plan alguno, solo porque me topé con él: era de un formato inusual en los libros de Literatura Random House y de un llamativo color amarillo chillón.

Nona Fernández (Santiago de Chile, 1971) es narradora, dramaturga, guionista y actriz. Estudió actuación en la Universidad Católica de Chile y ha desarrollado una destacada trayectoria literaria centrada en la “memoria, la historia reciente y las huellas de la dictadura chilena”. Su obra, que combina ficción, testimonio y reflexión política, incluye títulos como “Mapocho” (2002), “Av. 10 de Julio Huamachuco” (2007), “La dimensión desconocida” (2016, Premio Sor Juana Inés de la Cruz) y “Voyager” (2020). Con una prosa poética y contenida, Fernández se ha consolidado como una de las voces más originales de la narrativa latinoamericana contemporánea.

“Voyager” de Nona Fernández es una novela corta, pero intensa y profunda, sobre la memoria, la enfermedad y el vínculo entre una madre y una hija, contada con un lenguaje poético que combina ciencia, astrología que, con mi madre a punto de cumplir 92 años, me afectó y conmovió de muchas maneras.

La narradora —una escritora chilena, trasunto de la propia Nona Fernández— acompaña a su madre durante los primeros síntomas de una enfermedad neurológica degenerativa A partir de esa experiencia cotidiana (las visitas médicas, los olvidos, las repeticiones), el relato se transforma en una “exploración interior del cerebro y de la memoria”, donde la autora busca entender cómo se almacenan, se pierden o se transforman los recuerdos.

El título hace referencia a las sondas espaciales Voyager lanzadas por la NASA en 1977, que viajaban con un disco dorado conteniendo imágenes, sonidos y mensajes de la humanidad. Nona utiliza esa idea como “metáfora del cerebro humano”, que también conserva —en su propio “disco”— los rastros de quienes hemos sido.

La autora estructura su novela asociando cada fragmento o capítulo con un signo zodiacal, de modo que *Voyager* se organiza como un zodíaco personal: un mapa emocional donde cada signo abre una constelación de recuerdos familiares, políticos y personales. En paralelo, Fernández entrelaza escenas del presente —la madre en el hospital, los exámenes cerebrales, las conversaciones llenas de ternura y pérdida— con reflexiones sobre la memoria histórica de Chile, las desapariciones de la dictadura y la necesidad de preservar el recuerdo.

Lo que comienza como un relato íntimo se convierte así en una meditación sobre la memoria colectiva. El deterioro de la madre se vuelve metáfora del olvido social, del país que intenta recordar lo que le hicieron olvidar. El cerebro materno se transforma en un territorio desconocido: los olvidos se multiplican, las palabras se desordenan, los gestos se confunden. Y entre esas lagunas del recuerdo personal asoma otra, más vasta, como una corriente subterránea: el olvido de un país. La narradora comprende que la mente de su madre y la memoria de Chile laten al mismo ritmo, hechas ambas de silencios, de nombres borrados, de heridas que el tiempo no cura.

Narrada con claridad y contención —mientras a mí me desbordaban las emociones—, con un ritmo pausado y cargada de imágenes poéticas de gran potencia visual, *Voyager* nos ofrece una mirada amorosa, empática y sin dramatismo hacia el cuerpo y la memoria. En ella, la mente de la madre y la memoria de Chile laten al mismo ritmo, hechas de silencios y destellos, como si el cerebro enfermo y el cielo de la historia compartieran el mismo parpadeo de luz.

¡Te leo!