
El año pasado te hablé de “Libre”, una narrativa sobre la libertad y la identidad personal. El libro ofrece una mirada única a la historia reciente de Albania, país a menudo ignorado en la literatura contemporánea. Al leer, recordé a un viejo conocido, albanés de nacimiento y ciudadano global por su trabajo. La siguiente vez que lo vi, aproveché para abrumarlo con preguntas sobre su infancia y juventud en Albania, y le compartí mi fascinación por la obra de Lea Ypi, académica y filósofa política albanesa, hoy profesora en la London School of Economics (LSE).
Mi amigo, un gran lector, me recomendó con entusiasmo leer a Ismaíl Kadaré. Lo hizo con tal pasión que le prometí que pronto lo haría. Compré dos de sus novelas en mi visita posterior a la librería; sin embargo, quedaron en el estante. Hace poco, navegando por YouTube, encontré un video de David Pérez Vega hablando sobre Kadaré. Esa reseña me sacudió lo suficiente como para comprar de inmediato, ahora en línea, otras dos novelas.
Y aquí viene lo sorprendente: minutos después de cerrar la compra, mi amigo me llamó. ¿Lo invoqué? Me avisaba que estaba de paso por la ciudad y quería invitarme a comer. Era la oportunidad perfecta para retomar esas conversaciones que solo ocurren entre amigos que se ven cada año.
En ese momento caí en cuenta: había pasado casi un año desde que me recomendó a Kadaré, y yo aún no había abierto ninguna novela. La vergüenza fue mi acicate. Esa misma noche, para llegar a la comida con algo que compartir, abrí “El palacio de los sueños”.
Lo que pasó después fue inesperado. Abrí el libro solo para hojearlo, y tener algo para compartir, pero la historia me atrapó de inmediato. La prosa sobria y enigmática de Kadaré, el ambiente opresivo del Palacio, el desconcierto inicial de Mark-Alem, me arrastraron. Para no hacerte largo el cuento: levanté la vista hora y media después, y ya había leído cien páginas, casi la mitad de la novela. Esa intensidad inicial me recordó que hay libros que uno lee como si cayera en un sueño: uno se deja llevar, atrapado entre la fascinación y la inquietud.
Ismaíl Kadaré (Argirocastron, Albania, 1936) es el escritor albanés más reconocido a nivel internacional. Su obra, traducida a decenas de idiomas, recurre a la alegoría y a la metáfora para sortear la censura del régimen comunista en el que vivió gran parte de su vida. Autor de novelas, poemas y ensayos, recibió en 2005 el “Premio Príncipe de Asturias de las Letras” y en 2009 el “Premio Internacional Booker” por el conjunto de su obra. Entre sus títulos más destacados están “Crónica de piedra”, “Abril quebrado”, “El general del ejército muerto” y “El palacio de los sueños”, publicada originalmente en 1981 y retirada rápidamente en Albania por la incomodidad que provocó a las autoridades.
Kadaré nos introduce en un espacio inquietante: el Palacio de los Sueños. Allí llega Mark-Alem, un joven tímido e inseguro, que ingresa por azar en una institución descomunal. La institución recopila e interpreta los sueños de todos los ciudadanos del imperio. La misión es clara y aterradora: descubrir, entre esos sueños, los signos que puedan anunciar peligros para el poder. Lo que comienza como una oficina más, pronto revela su naturaleza verdadera: un mecanismo monstruoso de vigilancia que pretende controlarlo todo, incluso lo más íntimo, los sueños.
La descripción que Kadaré hace del Palacio tiene la fuerza de un protagonista. Sus pasillos infinitos, sus burócratas silenciosos, los rituales del café o el salep, los funcionarios que clasifican papeles como engranes de una máquina sin alma, todo transmite asfixia.
Leyendo la novela, me sentí como Mark-Alem, perdiendo la noción de mi entorno, atrapado en un universo cerrado que crece sobre sí mismo. Me obligaba levantar la vista y mirar mis libreros para romper el hechizo. Es difícil no pensar en Kafka, en Orwell, en todas esas obras que muestran cómo la burocracia y el poder se convierten en mecanismos de opresión. Aquí, sin embargo, existe un matiz particular: la alegoría del Palacio como espejo del régimen comunista albanés, disfrazada bajo el Imperio Otomano del siglo XIX.
Y ahí surge la tentación de interpretar. ¿Qué significa este pasaje, qué simboliza aquel detalle? Leer “El palacio de los sueños” es casi repetir la tarea de Mark-Alem: interpretar. Él clasifica sueños, muchas veces sin comprenderlos, obedeciendo una maquinaria absurda que pide sentido a cualquier precio. Como lector podría caer en lo mismo, convertirme en un burócrata del significado. Pero no leo para imponer a una novela lo que su autor “quiso decir”, sino para dejarme afectar. Y lo que me afectó aquí fue la atmósfera de opresión, la angustia del control, la pregunta inquietante sobre cuánto de nuestra vida nos pertenece y cuánto es materia de vigilancia.
La novela no necesita grandilocuencia. Su prosa es sobria, directa, enigmática. Kadaré escribe con frases contenidas que transmiten el peso de los muros, la densidad del silencio, la incomodidad de saberse observado. El ritmo alterna momentos de tedio burocrático con revelaciones intensas, como el descubrimiento de un sueño que podría cambiar el destino del imperio. En ese contraste reside gran parte de su fuerza literaria: la capacidad de volver inquietante lo cotidiano, de transformar un simple legajo de papeles en el eco de un poder desmesurado.
Lo fascinante es que esta alegoría funciona más allá del contexto albanés. Para un lector de Tirana en los años ochenta, el Palacio reflejaba la dictadura de Enver Hoxha. Para mí, sin ese trasfondo, fue la metáfora universal de cualquier régimen que vigila, censura y controla. Estoy seguro de que un lector estadounidense pensará en otros rostros del poder, pero la sensación será la misma: la amenaza de un sistema que quiere regular incluso nuestros sueños. Esa universalidad convierte a Kadaré en un clásico.
Terminé la novela con la misma mezcla de fascinación y asfixia con que la empecé. Fue como atravesar un sueño oscuro del que uno despierta con alivio, pero también con la certeza de haber visto algo verdadero. Leer a Kadaré fue un descubrimiento que llegó con retraso —casi un año después de aquella recomendación—, pero llegó en el momento justo. Estoy seguro de que no será la última vez que me adentre en sus alegorías, tan precisas como perturbadoras. Te leo!