Descubrí la literatura de Mario Vargas Llosa joven, muy joven, leyendo “La ciudad y los perros”, pero me enamoré de ella en un inolvidable viaje de fin de semana DF–Acapulco, en la primavera de 1975. Un viaje emprendido con una mano adelante y otra detrás, siendo un estudiante universitario de primer año, persiguiendo a una compañera de la que me había enamorado perdidamente. Y resistí el viaje en autobús pollero, con estancia en un hotel de menos cinco estrellas, porque —además de la oportunidad de convivir, aunque fuera a ratos, con mi adorado pero renuente tormento— me acompañó “Pantaleón y las visitadoras”.

Lo anterior viene a cuento porque el pasado 28 de marzo Mario Vargas Llosa cumplió 89 años, y para festejarlo decidí que la mejor manera era leerlo. Así que me puse a leer —resultó ser una relectura, pero esa es otra historia— “El héroe discreto”, una excelente novela publicada en 2013, donde nos cuenta dos historias paralelas ambientadas en el Perú contemporáneo. Ambas exploran el coraje cotidiano, la integridad frente a la corrupción y el contraste entre valores tradicionales y el oportunismo moderno, con el estilo ágil y crítico que caracteriza a Vargas Llosa.

Pero en esta ocasión no te voy a platicar sobre “Pantaleón y las visitadoras” —salvo para invitarte a que la leas; te vas a divertir a madres—, ni de “El héroe discreto”, que también te recomiendo, sino que, pocos días después, apenas terminando de leer “El héroe discreto” como una forma de celebrar su cumpleaños… va don Mario y se nos muere. Me pegó más de lo que pensé. Y entonces supe que ya no había excusas: era el momento de leer, por fin, “Conversación en La Catedral”. Una novela a la que le tenía demasiado respeto… por no decir miedo. Porque sí, llevaba años rodeándola, sabiendo que estaba ahí, esperándome, superándome. Siempre que la empezaba, algo me agobiaba; me parecía demasiado grande, demasiado compleja. Hasta ahora. Hasta este momento en que, con el deseo de honrarlo, decidí enfrentarme a ella. Y fue justo ese deseo el que me ayudó a superar mis miedos. 

¿En qué momento se jodió el Perú?

Esa pregunta —que abre la novela— no sólo marca el tono de “Conversación en La Catedral”, sino que también sirve de brújula para navegar un país herido, corrupto, atrapado en su propio laberinto político y moral. Pero ojo: no te asustes, no es un tratado de historia ni un panfleto ideológico. Es una novela inmensa, compleja, poderosa… y humana, muy humana.

Te cuento: el eje de la historia es Santiago Zavala, periodista, hijo de familia rica venido a menos, y su conversación con Ambrosio, el ex chofer de su padre. Ambos se encuentran por casualidad en la perrera dónde Zavala buscaba a su mascota, y para ponerse al día, se van a un bar llamado La Catedral y, entre cerveza y cerveza, van desentrañando un pasado compartido lleno de silencios, traiciones, secretos y preguntas sin respuesta. Lo que parece una simple plática entre dos viejos conocidos se convierte en un retrato brutal del Perú de los años 50, bajo la dictadura de Odría, pero también de la podredumbre de una clase política, de una sociedad que prefiere mirar hacia otro lado, de una generación atrapada entre el desencanto y la resignación.

Vargas Llosa no te la pone fácil: las voces se entrelazan, los tiempos narrativos se mezclan, los párrafos se vuelven torrentes sin respiro. Pero todo eso tiene sentido. Porque así es el Perú (y así somos nosotros): una madeja enredada donde lo personal y lo político se funden hasta que ya no sabes si estás hablando de tu papá, del presidente, de tu país o de ti mismo.

Te lo tengo que decir: “Conversación en La Catedral” es una novela revolucionaria e innovadora, y por eso mismo, compleja de leer. Aún hoy, después de sesenta y tantos años de lecturas y un máster en Escritura Creativa a cuestas, tuve que leer y releer, tomar notas, buscar referencias, analizar pistas… todo para no perderme. Pero una vez que superas el primer libro —de los cuatro que la componen—, la lectura fluye. Las historias te atrapan, las voces se vuelven familiares, los saltos temporales dejan de desorientarte y ya no la dejas. Es como si, de pronto, esa Catedral que parecía inalcanzable te abriera la puerta… y ya no quisieras salir de ahí.

¿En qué es innovadora? En todo. En la estructura, en la forma de contarla, en los puntos de vista que se entrecruzan, en el tratamiento de los tiempos y espacios. En el lenguaje, cargado de peruanismos, lleno de palabras y expresiones locales que le dan sabor pero también te exigen atención. En el uso —extensísimo— de figuras literarias: tropos, símiles, hipérboles… Y claro, en el estilo: ese famoso estilo libre indirecto que te mete en los pensamientos de los personajes sin avisarte, y que si no estás atento, de pronto ya no sabes quién habla, ni en qué tiempo estás.

¿Difícil? Sí. ¿Larga? También. ¿Vale la pena? Sin duda. Porque esta novela no sólo es la obra maestra de don Mario (con el perdón de “La guerra del fin del mundo”), sino también una de esas lecturas que te sacuden, te incomodan y te obligan a pensar. Y a volver a preguntarte, aunque no seas peruano: ¿en qué momento se jodió mi país?

Y ahora que por fin cerré “Conversación en La Catedral”, no me queda más que agradecer —de veras, con todo el corazón de lector— todo lo que hizo Mario Vargas Llosa por mi, por la literatura. Por la nuestra, la latinoamericana, y por la de todo el mundo. Porque obras como esta no solo amplían lo que entendemos por novela, también nos enseñan cómo se puede contar la vida con todas sus luces y sombras, sus miserias y grandezas, con una prosa que sacude y transforma. Gracias, don Mario, por tanto. Qué honor haber vivido en tus años. Te leo!