
En esta inquietante novela, Margaret Laurence confecciona una poderosa narrativa sobre las complejidades del espíritu humano, obligándonos a confrontar nuestras propias luchas contra el envejecimiento, sus efectos y nuestros vanos empeños para resistirnos a ellos. “El ángel de piedra” me resultó una lectura que me conmovió, me desafió y me confrontó, provocándome una serie de contracciones que iniciaban en el vientre y llegaban hasta la cabeza atravesando por el corazón.
«El ángel de piedra» narra en primera persona la vida de Hagar Shipley, una mujer en sus 90’s, que mientras lucha por su independencia, reflexiona sobre su pasado lleno de desafíos, pleno de decisiones difíciles y relaciones complejas, especialmente con su familia, integrada por su hijo Marvin, su nuera Doris y su queridísima nieta Tina, quienes la han acompañado y cuidado durante los últimos 17 años.
Hagar Shipley es necia, terca, obcecada. Hagar es ferozmente independiente y orgullosa, con un espíritu indomable que la lleva a resistirse contra cualquier forma de debilidad percibida o dependencia. Hagar Shipley es una figura imponente y profundamente humana, cuya complejidad reside en su combinación de fortaleza y fragilidad, orgullo y vulnerabilidad, amor y resentimiento.
Esta fuerza de carácter a menudo se manifiesta a través de su propensión a expresarse sin filtro, lo que refleja tanto su dureza como su vulnerabilidad. Tiene un profundo sentido de dignidad personal, que lucha por mantener incluso cuando las circunstancias la superan.
La orgullosa resistencia de Hagar a la ayuda y al cambio, especialmente en el contexto de su envejecimiento y salud declinantes, es un testimonio de su lucha por mantener su autonomía y el control sobre su vida, a pesar de que reconoce que en su casa, ya todo le “resulta demasiado complicado, la cocina eléctrica, el teléfono, los detalles que hay que recordar: que días pasa el lechero, y el panadero, que días se recoge la basura”, tiene “tantas ganas de” quedarse, siempre y cuando su hijo Marvin y su nuera Doris salgan de ella. Hagar se resiste a retirarse a una residencia, como aconsejan y desean familia y allegados.
El ángel de piedra, inmóvil e imperturbable, observa a través de sus páginas el conflicto de la familia protagonista, tal como yo observo el lento desvanecer de la consciencia y los destellos fugaces de confusión en los ojos de mi madre, recién entrada en sus noventa años. Este paralelismo entre la obra y mi vivencia enmarca mi interpretación de la novela como un reflejo de su lucha interminable entre el deseo de permanecer presente y vigente y la inevitabilidad de su envejecimiento.
Hangar enfrenta las realidades de su vejez con una mezcla de desdén y resignación. Su deterioro físico, incluidos los olvidos y problemas de salud que la aquejan, contrasta fuertemente con su dinámica personalidad y deseo de autonomía, creando un conflicto interno entre su percepción de sí misma y su realidad física; y una pugna aún más grande con sus seres queridos, que pretenden su bien, y como es de entender y comprender, el propio también.
Laurence, con una pluma inigualable y la sensibilidad de quien conoce la profundidad del alma humana, presenta una historia que trasciende la narrativa convencional para revelarse como un espejo de la necesidad de disfrutar la vida, del soul álmico de quienes, en la penumbra de su ocaso, se enfrentan a los primeros susurros de la senilidad y al implacable fantasma del Alzheimer, revelando sus miedos, sus esperanzas desvanecidas, y el amor que persiste incluso cuando las palabras fallan y los recuerdos se esfuman.
Este viaje literario, marcado por el temor pero también por la esperanza, me llevó a reflexionar sobre el valor de los momentos compartidos, la importancia de la narrativa familiar y la resistencia del espíritu humano frente a la adversidad. «El ángel de piedra» no solo cuenta la historia de una familia enfrentando la senilidad; narra la historia de todos nosotros, de nuestra lucha por mantener vivos nuestros recuerdos y, a través de ellos, nuestras conexiones más profundas.
Margaret Laurence, con esta obra, nos invita a contemplar nuestra propia mortalidad y la de nuestros seres queridos no como el final de una narrativa, sino como una transición, un cambio en la forma en que existimos en la memoria de aquellos que nos sobreviven. Este ángel de piedra, testigo silencioso de nuestras vidas, nos recuerda la importancia de construir legados de amor, compasión y entendimiento, que perduren incluso cuando nosotros no podamos recordarlos ¡Te leo!